por Javier García-Gutiérrez Mosteiro
Corría el año de 1995 cuando el alcalde Álvarez del Manzano decidió poblar las mejores calles y plazas de Madrid con lo que desde ese momento se dio en llamar “chirimbolos” : enormes e impensables artefactos que, disfrazados de los más variopintos usos (contenedores de vidrio y pilas, bancos para sentarse, planos y callejeros, fuentes, incluso mástiles de banderas municipales…), a duras penas disfrazaban su verdadera razón de ser: no otra que la publicidad.
Surgió entonces la más sonada y espontánea rebelión de los madrileños contra la incuria con que sus gobernantes trataban a la ciudad. A las voces de colectivos ciudadanos y profesionales se unieron las de la Universidad, las de Reales Academias, las de artistas, escritores y arquitectos… en un clamor que salió, incluso, de nuestras fronteras; este episodio se conoce ya como la “guerra de los chirimbolos”.
Poco se logró con tan fenomenal protesta: sólo algunos de los chirimbolos fueron reubicados (¿se acuerdan del que tapaba la puerta de la Academia de Bellas Artes? ¿Y del que rivalizaba con la fuente de Apolo? ); pasados doce años, los chirimbolos ahí siguen, para escarnio de esta ciudad (…y pingüe beneficio de la empresa concesionaria). Pero la aparente ineficacia de la “guerra de los chirimbolos” , que no ganó ninguna batalla, sí tuvo algún efecto colateral: la imagen de Álvarez del Manzano se vio minada en lo profundo; se fue explicitando, desde entonces, que su perfil cultural era incompatible con el que un alcalde de una ciudad como Madrid debía tener. Y alguien debió de tomar buena nota de ello, y empezó a acariciar la idea de que Madrid requería un alcalde culto y sensible al espacio urbano.
Entre tanto, Álvarez del Manzano intentó gestos desesperados y perfectamente inútiles con respecto a eso que empezó a estar en boca de todos: el “paisaje urbano”. Primero constituyó una inoperante Comisión de Estética Urbana -fruto en realidad de la batalla de La Violetera (1999)-, más tarde redactó una nueva Ordenanza de Publicidad (que nada vino a resolver, sino, más bien, todo lo contrario)…; pero un nuevo candidato a la Alcaldía, aparentemente más atento a la imagen de la ciudad, ya estaba concebido.
La era Gallardón nada ha mejorado en cuanto a la -cada vez más agresiva- presencia de la publicidad en el espacio público. Si el Ayuntamiento es incapaz de regular los abusos de los anunciantes privados (que campan por sus respetos en balcones, fachadas, luminosos en azoteas…) mucho más inquietante es la cuestión de fondo: el uso publicitario que el propio Ayuntamiento hace de la ciudad.
La inminente instalación de nuevas pantallas publicitarias (parece que van a ser cerca de ¡un millar!) asesta un nuevo y brutal golpe a nuestro ya maltrecho espacio urbano. Con unas dimensiones gigantescas, fuera de toda proporción, se ubican éstas donde el impacto visual –publicitario- es más contundente (el propio mensaje que ya muestran, alentando a los futuros anunciantes, lo dice –con bastante impertinencia- todo: “Todos me miran”). Se están instalando, por consiguiente, en las principales esquinas y plazas de la ciudad, cerrando perspectivas, ocultando edificios y monumentos, distorsionando entornos arquitectónicos y urbanos -¡incluso los que están protegidos!- y subvirtiendo, en fin, he aquí la clave, el ser público de la calle en soporte del más descarado beneficio privado.
La presencia de la publicidad en el entorno urbano, y su eficaz regulación pública, es tema que alguna vez tendrá que ser cogido por los cuernos; pero mal puede el Ayuntamiento ejercer su autoridad, tan necesaria en este aspecto, si es él el promotor de operaciones tan descabelladas como la que aquí denunciamos (y que contraviene, incluso, su propia ordenanza municipal).
Hoy en día el concepto de “paisaje urbano” es algo recurrente: de ello se habla en los medios, en la Universidad, en los Cursos de Verano, en las publicaciones… y, naturalmente, es uno de los temas estrella de nuestro Ayuntamiento, que ha organizado cursos y jornadas sobre el particular y aun ha redactado, a través de la Oficina de Centro, un flamante Plan de Paisaje Urbano de Madrid. Pero todos estos esfuerzos teóricos casan mal con la dura realidad, que parece sobreponerse a tan loables intenciones.
Las nuevas pantallas publicitarias, que el Gobierno de Gallardón adjudica generosamente a una empresa privada, van a producir una “contaminación visual” sin precedentes en nuestra ciudad; van a trastocar el paisaje urbano diurno y, especialmente, nocturno (irán retroiluminadas); y van a cometer un atentado -que no debe ser pasado por alto- contra el patrimonio arquitectónico y urbano de nuestra ciudad. Es deseable que otras voces se oigan contra tal atropello (al menos por contrarrestar las que, sin duda, se levantarán a favor del espectáculo y la propaganda).
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