Papel Charol y Teravatios. Un (breve) responso sobre la Noche En Blanco 2008

por Paisaje Transversal

por Jon Aguirre Such

Fotos: Jon Aguirre Such

En su primera edición hace tres años, La Noche En Blanco se erigió como el evento más popular de la agenda cultural madrileña. Concebido como un gran acontecimiento mediático para acercar el arte a las masas, su éxito fue rotundo. En 2008 mantiene intacto su estatus: el pasado día 13 de septiembre miles de personas se zambullían en ese mar de experiencias en el que se habían transformado las calles de la capital.





Wave Phases de Bill Fontana en el Templo de Debod. Foto Jon Aguirre Such

Sobre el papel la iniciativa parece producto de una fantasía húmeda de Guy Debord: una ciudad rendida ante los efectos lúdicos del arte; situaciones generadas por instalaciones urbanas, actuaciones y proyecciones. Una excusa perfecta para dar rienda suelta al hedonismo del peatón, para que el ciudadano recupere la plena potestad sobre la urbe. Tal es el espíritu que late entre las líneas del programa de La Noche En Blanco. Los proyectos se engalanan con rimbombantes memorias ante las que es imposible no salivar de excitación; mientras tanto, el vagabundeo inerte de los viandantes se sucede con acuciante parsimonia. La oferta es amplia (un total de 170 actividades) y, a priori, irresistible. Desde “la instalación de una pantalla con 324 bombillas infrarrojas, que reproducen las condiciones climáticas de alguna parte del globo cercana al Trópico de Capricornio” de Perpetual (Tropical) Sunshine hasta el “milagro de que, por unas horas, los madrileños puedan disfrutar del mar que nunca tuvieron” de Wave Phases, todas las actividades apuntan a una inusitada explosión de placer colectivo. Pero al igual que los sueños se desvanecen al tocar el alba, todas esas promesas sobre sublimación noctámbula quedaron truncadas bajo el manto vespertino. Aquello que pretendía alejarnos de nuestra mundanal existencia, transformando nuestras conciencias a través de los efectos reveladores del arte, no fue más que un espejismo. Un soliloquio institucional de proporciones faraónicas. Puede que, mientras uno paseaba por una Gran Vía abarrotada de gente, experimentase ese sentimiento de liberación. Pero, parafraseando a Porky, eso fue todo amigos.



La Gran Vía cerrada al tráfico rodado. Foto: Jon Aguirre Such

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