por Astrid Gracía Nunca antes conservadores y progresistas, corrientes ideológicas perennemente opuestas, habían estado tan bien avenidos en algo como ahora lo están en la voluntad unánime de defensa del patrimonio histórico. Este afán conservacionista generalizado se trata de un fenómeno reciente que se ha ido gestando en estos últimos cincuenta años, si bien no es la primera vez que el ser humano se interesa por las huellas del pasado: la cultura victoriana y el Romanticismo son el ejemplo claro de que esta sensibilidad y empatía con la antigüedad ya habían estado presentes en otros episodios de la historia. Hay, sin embargo, diferencias fundamentales entre el prisma romántico o victoriano y el prisma de nuestra sociedad contemporánea a través del cual se concibe el patrimonio y, por ende, la cultura. Los movimientos culturales anteriores, tales como los ya citados, acudían a la antigüedad como vía de intervención y mejora de su respectiva modernidad; además, dicha voluntad estaba únicamente mediada por las élites intelectuales de su momento. Actualmente, en cambio, el gusto por la reliquia y las consecuentes respuestas acérrimas contra su destrucción, tienen razones de ser (que después analizaremos) completamente distintas. Por otro lado, ahora no solo la crème de la crème lucha en pro de la integridad del patrimonio, sino que también se han añadido a la batalla las voces populares. No obstante, cabe especificar que la novedosa adhesión de las capas inferiores de la sociedad a este acto reivindicativo no es más que una de las muchas ramificaciones en que se ha desarrollado el creciente interés cultural del pueblo llano, cuyo origen tuvo lugar con la efervescente aparición del pop art en la segunda mitad de los años 1950. Esta nueva concepción de la cultura, concebida como una especie de cajón de sastre donde todo tiene cabida, genera inmediatamente dos discursos contrapuestos: por un lado, están aquellos que la tachan de frívola y consideran un crimen los procesos de masificación y mercantilización cultural que intenta llevar a cabo; por otro, están los que la ven como un fenómeno favorable, que permite un acercamiento más democrático a la cultura y que, por tanto, contribuye al enriquecimiento del individuo –sea cual sea su estrato social- y de la sociedad en general.
La parodia de la captura fotográfica (foto: Martin Parr)
En nuestros días, el patrimonio histórico se ha convertido en una de las víctimas de esta nueva concepción cultural, masiva y mercantil, convirtiéndose así en uno de los principales e imprescindibles puntales de la industria turística. A su vez, el turismo es el motor gracias al cual se sustentan muchas sociedades actuales, aunque no siempre ha sido así. Un primigenio sector turístico empieza a aparecer de forma incipiente durante la primera mitad del siglo XX, pero las dos guerras mundiales y las subsiguientes crisis obstaculizan su desarrollo, el cual se pospone para la segunda mitad del mismo siglo con la aparición del denominado “turismo fordista”. El fordismo favorece un nuevo sistema de producción de carácter masivo destinado a satisfacer, por tanto, las necesidades de un público masivo. La extensa oferta de bienes y servicios que brinda el modelo de Henry Ford requiere el nacimiento de una amplia clase media, hasta entonces prácticamente inexistente, que pueda y quiera convertirse en su consumidora. Paulatinamente, el criterio de producción fordista se va imponiendo en todas las ámbitos de la vida social: alimentación, moda, ocio, cultura (el pop art del que hablaba antes), urbanismo o -como ya había avanzado- turismo.
La implantación del modelo fordista en la esfera turística convierte a ésta en una industria y a los espacios visitados en meros productos. El resultado de esto es la popularización de la práctica turística, ya que se facilitan unas conexiones más rápidas y más económicas entre países visitados y visitantes, pero a la vez se convierte ésta en una acción estandarizada, homogénea y repetitivita; también los turistas y sus destinos adquieren esta esencia estandarizada, homogénea y repetitiva. Los principales focos de turismo, como sopas Campbell’s en un cuadro de Andy Warhol, se convierten en copias clónicas de un modelo territorial preestablecido, rindiendo así culto al sistema de producción en serie ideado por Ford. No importa el destino que elijas, todos reproducen el mismo fiel patrón porque el fordismo se ha encargado de mutilar todos los rasgos diferenciales, en tanto que identitarios, de cualquier espacio turístico. Los turistas prefieren esta clase de destinos esquemáticos: como mínimo así, puesto que se trata de productos que necesitan del desplazamiento del cliente para ser consumidos, resulta más difícil equivocarse a la hora de viajar a un lugar o a otro: en cualquiera de ellos habrá exactamente lo mismo. En cambio, el patrimonio con el que se identifica cada lugar como único e inimitable, así como los restos de ruinas romanas, los museos históricos, las iglesias del Medievo o los palacios renacentistas, son difícilmente vulnerables al proceso de deshumanización que pretende la lógica fordista.
¿Desde cuándo hay playa en Miyazaki? (foto: Martin Parr)
Sin embargo, hoy en día resulta muy fácil encontrarse con vulgares –a veces, incluso, descontextualizadas- recreaciones de los elementos definitorios de un determinado territorio. De este forma, resulta tremendamente fácil “visitar” un país, sin ni siquiera moverte del resort; ir al Poble Espanyol de Barcelonay hacerte una idea básica –muy básica- de lo que es España; o pasar una jornada en Port Aventura y sentirte como Phileas Foggdespués de haber dado la vuelta al mundo en ochenta días. La visita a estos burdos facsímiles es la degeneración del generalizado ritual del sightseeing, pero dicha práctica se conforma sobre todo a través de la relación superficial que el turista establece con los monumentos y otros elementos culturales característicos del lugar visitado. Esto quiere decir que el turismo cultural actual se reduce a la breve y frívola acción de reconocimiento de los elementos visitados, esto es, de los iconos turísticos de los que ya tenían conciencia a priori gracias a revistas de viajes, documentales, películas, fotografías, etc. Después de constatar la existencia real de esa imagen preconcebida, la aproximación al monumento que el turista realiza se limita a una fugaz observación; como mucho, a una pueril comparación entre la imagen y lo real; y, sobre todo, a la excitante experiencia de estar ahí, que se evidencia a través del gesto reiterado y mecánico de la fotografía prototípica.
En resumidas cuentas, se puede decir que la gran innovación del turismo actual es la admirable –al tiempo que lamentable- adhesión de la esfera cultural al primitivo, y aún vigente, turismo de sol y playa. La desalmada aplicación de un criterio típicamente fordista a la cultura genuina de cada territorio, ha llevado a la esterilización de los elementos que la componen, reducidos ahora a meros sights, esto es, productos de consumo masivo.
Astrid García es estudiante de Humanidades en la Universidad Autónoma de Bellaterra
4 comentarios
¡Muchísimas gracias por considerar mi reflexión! Para mí es un honor poder poner mi grano de arena en este proyecto. Gracias a todo el equipo y concretamente a Jon Aguirre, que es quien se ha puesto en contacto conmigo. La cosa se ha hecho esperar pero ha valido la pena. No tengo ninguna queja sobre la entrada, lo habéis dispuesto todo genial.
¡Estamos en contacto!
Saludos,
Astrid G.
Interesante reflexión Astrid.
Ahora la pregunta es, ¿cómo podemos acercarnos al mundo sin caer en "el turismo fordista"?
A mí me ha resultado siempre complicado, acaso ¿no todo lo interesante está ya mercantilizado?
Una posible alternativa a este respecto:
elviajero.elpais.com/articulo/viajes/no-lugares/Londres/elpviavia/20090620elpviavje_5/Tes
Un abrazo a todos desde Lima, casi.
Gracias Txomo. Tienes razón, creo que hay una tendencia horrible a mercantilizar todo lo mercantilizable. De hecho, creo que el aire es lo único que nos queda.
He estado leyendo el artículo de El País: muy interesante la tarea de los psicogeógrafos, pero me da miedo. El "turismo oscuro", aquél que busca espacios alternativos fuera de los flujos masivos, puede estar empujado –dicen- por el esnobismo, el presumido afán de desvincularse del resto… o bien no.
En mi opinión, la solución -o al menos el primer paso para poder ir bien- está en tu pregunta inicial: "¿Como podemos acercarnos al mundo?". El turista no se hace esa pregunta y debería. ACERCARNOS al otro despojándonos de nuestro centro es algo que nos cuesta y, por tanto, nuestra aproximación a las otras culturas siempre será deficitaria.
Nuestro etnocentrismo nos limita y el "turismo fordista" lo enriquece con sus promesas paternales de seguridad y protección. El psicogeógrafo es el hijo rebelde, que no obedece. Pero, "el hijo rebelde" también puede acabar siendo un prototipo.
Muchas gracias por el artículo, ¡no conocía las liturgias “psicogeográficas!
Saludos
Esto da para una mesa redonda. Apúntalo Jon.
Buena repuesta Astrid, me desmontas todas las posibilidades. Ya no sé qué hacer, quizá me quedé en casa y conozca el mundo a través de internet: google earth (geografía), lonely planet(cultura y paisaje), facebook(personas)… 😉