Por Ignacio Alcalde
El 7 de mayo de 2020 unos cuantos urbanistas en distintas partes del mundo experimentamos un sobresalto al recibir un email de Dan Doctoroff, el que fuera vicealcalde de Nueva York y en la actualidad es CEO de Sidewalk Labs, la empresa del grupo Alphabet (Google) que desarrollaba entre otros el proyecto Quayside Toronto. En su mensaje, Doctoroff anunciaba la decisión de su empresa de abandonar este proyecto, el más ambicioso y emblemático de la compañía.
Ignoro si esta fecha pasará a la historia del Urbanismo moderno como “el día en que murió la Smart City”.
Quizá se recordará como el último día de la Smart City 1.0, la que se ha estado desarrollando durante una primera década con un determinado enfoque concebido desde los intereses de los gigantes tecnológicos, y que generaba incomodidad entre no muchos urbanistas, alcaldes y gestores urbanos.
Quayside Toronto, el proyecto de Google que finalmente no llegará a nacer, era el paradigma de esta Smart City de primera generación. Era la iniciativa más mediática y emblemática, y la que más expectación generaba, dada la potencia del gigante tecnológico que la impulsaba.
Esta visión de Smart City de primera generación encaja bien en la definición adoptada en muchos países, por ejemplo en España por parte de AENOR y el Plan Nacional de Ciudades Inteligentes: “Ciudad inteligente (Smart City) es la visión holística de una ciudad que aplica las TIC para la mejora de la calidad de vida y la accesibilidad de sus habitantes y asegura un desarrollo sostenible económico, social y ambiental en mejora permanente. Una ciudad inteligente permite a los ciudadanos interactuar con ella de forma multidisciplinar y se adapta en tiempo real a sus necesidades, de forma eficiente en calidad y costes, ofreciendo datos abiertos, soluciones y servicios orientados a los ciudadanos como personas, para resolver los efectos del crecimiento de las ciudades, en ámbitos públicos y privados, a través de la integración innovadora de infraestructuras con sistemas de gestión inteligente.”
Muchos urbanistas, alcaldes y gestores urbanos no nos sentimos identificados con el enfoque de esa definición, por cuanto deja en un segundo plano a la ciudad para poner en el centro a la tecnología. Esta cuestión no es un aspecto teórico secundario, sino que incide directamente en la manera en la que se han desarrollado múltiples proyectos de Smart City en la última década y en la dirección hacia la que se han orientado importantes inversiones en tecnología que no siempre han tenido el impacto adecuado en la mejora de las ciudades. En definitiva, se trata de una visión enfocada a la inteligencia digital que ignora la inteligencia urbana.
Volviendo al caso de Toronto, las discutibles razones que ha esgrimido Doctoroff para esta retirada de Google son de carácter económico y vinculadas a la actual coyuntura derivada del COVID-19. Sin embargo, existían previamente serias dudas sobre la verdadera motivación que impulsaba al gigante tecnológico a emprender este proyecto. No parecía realista que en Google hubiera surgido una especial vocación por la mejora de las ciudades. Tampoco parecía probable que buscará complicarse la vida con el negocio inmobiliario, tratándose de una compañía que gana mucho dinero haciendo bien lo que sabe hacer en el mundo digital. Muchos observadores pensaban que la verdadera motivación de Google al emprender esta iniciativa estaba en generar un laboratorio de experimentación de Data Power, es decir, un lugar en el que los comportamientos de los ciudadanos fueran observados y analizados cuidadosamente a través de sistemas avanzados y experimentales de tecnología digital. En definitiva, generar Big Data para alimentar un Big Brother.
Lo cierto es que el proyecto combinó una importante repercusión mediática internacional con una viva polémica y cierto rechazo en la escala local. Una parte importante de las comunidades locales se opusieron desde el primer momento a la iniciativa con mensajes como “mi ciudad no es una App”, resistiéndose a aceptar que el diseño futuro de su ciudad estuviera pilotado por un agente externo que respondía, lógicamente, a sus propios intereses empresariales.
Pues bien, este experimento de Data Power ha terminado, el gigante Goliath ha caído vencido. Más allá de Toronto, me atrevería a decir que este caso simboliza el cierre de una etapa y Quayside Toronto tal vez sea recordado como la primera y última Smart City.
Otros vendrán a terminar el waterfront de Toronto y esperemos que, después de las expectativas levantadas, no se desarrolle un proyecto inmobiliario vulgar. Será interesante observar hacia dónde avanza este proceso de transformación urbana en su versión 2.0, de la que se espera mucho en innovación y tecnología, pero al servicio de las personas.
Y será más interesante aún observar hacia donde evoluciona en la nueva normalidad post COVID-19, y después de esta experiencia fallida, el concepto de Smart City. Bienvenida sea siempre la tecnología, que estoy convencido es un gran motor que impulsa nuestro mundo hacia el progreso y hacia el cambio en positivo. Pero esperemos que, en la próxima definición, una Ciudad Inteligente sea algo más que “…una ciudad que aplica las TIC…”.
Ignacio Alcalde es arquitecto urbanista con 3 décadas de experiencia en transformación urbana y desarrollo territorial. Ha participado en la redacción de la Nueva Agenda Urbana española, ha sido vicepresidente de la Fundación Metrópoli y director del Máster en Urbanismo de la Universidad San Pablo CEU. Trabaja en alianza con distintas entidades internacionales
como ONU Hábitat o Tecnalia.
Créditos de las imágenes:
Fuente: Ignacio Alcalde