Por La Liminal (@LaLiminal)
Desde el colectivo La Liminal decidimos desarrollar, entre los meses de marzo y abril, una serie de recorridos por Lavapiés que recuperaran la memoria de las cigarreras en el barrio, rescatando sus luchas obreras y cotidianas a través de un paseo por sus lugares de trabajo y convivencia. Este acercamiento seguía primeramente uno de nuestros principales objetivos al proponer recorridos urbanos, el de visibilizar historias que no tienen presencia en los discursos oficiales de la ciudad, especialmente aquellas que han sido protagonizadas por mujeres. Pero además en este caso nos permitía adentrarnos en el origen directo del barrio de Lavapiés y, al tiempo, reflexionar sobre múltiples cuestiones que atraviesan nuestro momento actual. Con la construcción a finales del siglo XVIII del edificio de Manuel de la Ballina, concebido originalmente como Real Fábrica de Naipes y Aguardientes, en un área hasta entonces poco urbanizada por encontrarse en los límites de la ciudad comenzó a transformarse siguiendo un proceso de expansión urbana hacia el sureste de Madrid. Pero esta fábrica no habría dejado de ser otro de los espacios de producción fabril erigido en la zona si no hubiese dado un giro definitivo en 1809, siendo reconvertida en la Real Fábrica de Tabacos. Porque con su apertura no sólo se establecía en la capital una de las más potentes industrias del monopolio estatal, también llegaba a aquel llamado distrito de La Inclusa la particularidad que definía las características laborales e industriales de las fábricas de tabacos españolas: su plantilla, una de las más numerosas de la ciudad, estaba configurada en su inmensa mayoría por mujeres. Pues desde que en la fábrica de Cádiz se probara a incorporar operarias en los procesos de producción de cigarros, su mayor habilidad y sus salarios más bajos, hicieron que éstas desplazaran rápidamente a los hombres por todo el país. La fábrica de tabacos se convertía así en la primera industria feminizada de España y consolidaba una nueva realidad histórica que suponía la consideración de la mujer por primera vez como «persona productiva». Sin embargo, su entrada en este terreno tenía que coexistir con sus funciones reproductivas y la atención a las tareas cotidianas; la crianza y el cuidado siguieron siendo labores exclusivamente femeninas. Lo que trajo consigo esta forzada convivencia de esferas es que el entorno laboral y el doméstico tuvieron que reformularse para encajar ambas realidades, generándose un espacio híbrido que se fue configurando con el entrecruzamiento de dos ámbitos considerados hasta entonces antagónicos. En sus lugares de trabajo, el hecho de que las cigarreras estuvieran determinadas por esta especificidad de género marcó desde un primer momento un uso feminizado del espacio de la fábrica. Durante los primeros años de actividad productiva, en la fábrica de tabacos era habitual que éstas trajeran los bebés para atenderlos mientras seguían su trabajo, lo que convertía sus instalaciones en un espacio orgánico que hacía las veces de comedor, guardería o sala de lactancia, según las necesidades de cada momento. A pesar de todo el absentismo era elevado, y enseguida se generó una fuerte solidaridad entre ellas para cubrirse unas a otras cuando conciliar tareas no era posible. Claramente el hecho de ser tan numerosas, de compartir las mismas problemáticas y estar bajo el mismo techo fue determinante para que las cigarreras tomaran conciencia de su poder. Por ello fueron audaces pioneras del movimiento obrero, siendo protagonistas de precoces motines que reivindicaban mejoras laborales siempre marcadas por su condición como mujeres.
El desarrollo de la industria trajo la necesidad de aumentar la productividad, la implantación de la tecnología y la disciplina laboral. En definitiva, una capitalización de los espacios de trabajo y vida que supuso un fuerte golpe a unas dinámicas laborales y sociales fuertemente arraigadas a lo largo de los años. Las consecuencias fueron numerosos levantamientos y un progresivo desplazamiento de aquellas labores de cuidado que habían convivido en la fábrica a otras instituciones fundadas en el entorno más cercano, como el Colegio de San Alfonso, en la calle Mesón de Paredes todavía activo, o el Asilo de las Cigarreras, actual centro comunitario del Casino de la Reina, un lugar destinado a la atención de los niños y en el que también tuvo cabida el cuidado de cigarreras ancianas. De esta manera, la realidad de estas mujeres traspasaba las paredes de la fábrica para conformar una geografía urbana adaptada a sus necesidades específicas. En cualquier caso, el paisaje urbano del distrito de La Inclusa daba testimonio de su presencia desde mucho tiempo atrás, porque el establecimiento de la fábrica había traído el asentamiento de cientos de cigarreras en las corralas que poblaban los alrededores; espacios de vida miserables, carentes de suministro de luz, agua y ventilación, en los que se hacinaban las masas obreras que no podían pagar otro tipo de vivienda, pero que al tiempo ofrecían un entorno de convivencia que convertía la comunidad de vecinos una gran familia extensa en la que apoyarse para hacer frente a la precariedad y las dificultades. Las cigarreras necesitaban esta cercanía a la fábrica para poder combinar sus múltiples roles como trabajadoras, madres y esposas. Y este aspecto, de nuevo determinado por unas posiciones históricamente asignadas, jugó el papel decisivo para el fortalecimiento de su identidad como colectivo. Porque lo que las hizo verdaderamente fuertes es que no sólo trabajaban juntas, también se encontraban en calles y plazas, en los corredores de las corralas, en las verbenas del barrio. Y con todo esto las cigarreras desbordaron los muros de la fábrica y de sus casas, los confundieron y entrelazaron, para construir un terreno público modelado desde su experiencia vital como mujeres.
Con la privatización del sector en el año 2000 la fábrica de tabacos fue cerrada y cayó en el abandono durante más de diez años, hasta su reapertura como centro social autogestionado y espacio expositivo dependiente del Ministerio de Cultura. Y con el paso del tiempo, la huella de las cigarreras fue desapareciendo de la superficie del barrio. Por suerte todavía nos queda en pie la imponente fábrica como testigo de esta historia. El sumergirnos en ella resalta en primer lugar lo increíble de que una memoria tan cercana y potente, que marcó no sólo la identidad del barrio sino incluso su configuración espacial, quede hoy invisibilizada frente a los discursos que remontan el relato histórico de Lavapiés al de judería medieval, un pasado lejano del que no quedan restos. Pero por otro lado, evidencia de forma más clara las estrategias con las que se borra una memoria que no interesa, y es que en la historia de las cigarreras confluyen dos de los relatos habitualmente más silenciados desde el discurso oficial: el movimiento obrero y la historia de las mujeres. Con todo, recuperar este tipo de historias arrebatadas que nos hablan de cohesión social, de luchas comunitarias y lazos afectivos, nos permite entender la manera con la que se construyen espacial, social e históricamente nuestras ciudades. Y rastreando las huellas que, a pesar de todo, perduran en la memoria colectiva de un barrio como Lavapiés, podemos comenzar reclamar los valores y las historias con las que queremos tejer nuestra identidad y las redes de pertenencia con los lugares que habitamos.
La Liminal es un colectivo de mediación cultural integrado por Beatriz Martins y Yolanda Riquelme. Nuestro trabajo se desarrolla en torno al espacio público de la ciudad, a través de recorridos urbanos, y en las instituciones culturales, con visitas comentadas a exposiciones. Desde estos ámbitos buscamos impulsar una mirada crítica, enfocada desde una perspectiva de género, sobre las construcciones culturales establecidas desde los discursos oficiales.
Créditos de las imágenes:
Imagen 01: Cigarreras de Lavapiés (fuente: La Liminal)
Imagen 02: Movimiento obrero en la Real Fábrica de Tabacos Imagen 03: Corrala madrileña (fuente: Michel Bricteux)